Acompañar a los migrantes: un programa navarro une a extranjeros y voluntarios por encima de las diferencias
La iniciativa, que empezó en 2021, ha superado ya el centenar de emparejamientos y tiene una importante bolsa de mentores a la espera


Adil Anaykh tiene 22 años. Hace algo más de año y medio, este joven marroquí entró en Europa desde Turquía escondido en los bajos de un camión. Hoy reside en Pamplona, donde estudia castellano y va a empezar un curso de cocina. Sueña con “conseguir papeles”, trabajar de cocinero y formar una familia: “Ojalá tener una familia aquí, con niños, una casa, un coche, un trabajo bueno”. A su lado, Rida Kribaa, de 24 años, también sonríe al contar sus aspiraciones futuras. Está formándose en limpieza, pero quiere conseguir un trabajo “bueno” como mecánico. Es la profesión que ejerció durante tres años en su ciudad natal, Midelt (Marruecos). Salió de allí con 22 y recorrió una ruta similar a la de Anaykh. Solo tenía dos opciones, recuerda, los bajos del camión o una patera. Primero llegó a la localidad navarra de Marcilla porque allí vive un amigo de su padre. A través de la trabajadora social conoció el programa Kideak (compañeros en euskera) del Gobierno de Navarra y se trasladó a Pamplona. Tanto Anaykh como Kribaa participan en esta iniciativa que promueve la participación social de migrantes de entre 18 y 23 años sin una red familiar en la comunidad. Tiene una duración máxima de dos años e incluye el acompañamiento educativo o la mentoría social.
Esta última herramienta se gestiona a través del programa Orbitan, de Zakan Social ―reconocido con el sello MC Plus por la Coordinadora de Mentoría Social―. A estos jóvenes se les asigna un mentor voluntario durante seis meses, cuenta la técnica de mentoría social Eider Jaime (Pamplona, 39 años): “Se organizan para encontrarse en un ambiente distendido y de ocio en el que conversar. Por ejemplo, dan un paseo por Pamplona y se acercan a conocer el museo o quedan a tomar un café”. El objetivo es que construyan “una relación de confianza”. Es lo que ha sucedido entre Anaykh y Mariapi Nagore (Pamplona, 49 años), por un lado, y Kribaa y Laura San Martín (Pamplona, 56 años), por otro. Al principio, confiesa Nagore , “te planteas, ¿yo voy a llegar a tener esa confianza? Y sí, fluye. A lo mejor hacen magia con los emparejamientos porque tenemos reuniones una vez al mes y para cada mentora su chico o chica es el mejor”, ríe.

El programa, iniciado en 2021, ha superado ya el centenar de emparejamientos y tiene una importante bolsa de mentores a la espera. “Realizamos un proceso de capacitación tanto con los jóvenes como con los mentores”, explica Jaime. A los voluntarios se les forma en las “habilidades para el acompañamiento emocional, los apoyos que tienen para que las relaciones funcionen, las características globales de los jóvenes con los que trabajamos”. Los técnicos de mentoría y las educadoras tienen sus roles muy definidos para que se centren en la relación personal. “No nos mezclamos. A la educadora de Anaykh, por ejemplo, no la conozco”, apunta Nagore . El proceso con los migrantes depende de su situación: “Tenemos en cuenta su estabilidad emocional y los recursos de los que disponen. Hay personas que acaban de entrar al programa y que, por ejemplo, están en situación de calle o no tienen tramitada la renta garantizada. Hasta que no consiguen un poco de estabilidad y los recursos básicos [ofrecen servicio de alojamiento], no activamos la mentoría”.
Los emparejamientos son fruto de un intenso trabajo previo, explica Jaime: “Nos juntamos con la responsable educativa de la persona migrante y miramos su perfil y los objetivos que quiere conseguir a través de la mentoría. Miramos sus gustos, sus intereses, sus aficiones por si hay algún nexo común con las mentoras. Luego miramos las aptitudes, habilidades y actitudes de las voluntarias para ese acompañamiento emocional y en base a eso hacemos el emparejamiento”. Durante esos seis meses, la pareja se reúne una vez a la semana. “Es como la pista de despegue de una relación con acompañamiento técnico”, describe Jaime. Hasta ahora, están acertando, pero eso no elimina los nervios de la primera cita”.
Anaykh recuerda que conoció a Nagore en una cafetería. “Yo no podía hablar con ella”, señala. Llevaba poco tiempo en España y apenas hablaba castellano. No hizo falta mucho más, rememora ella: “La despedida fue muy emocionante. Nos dimos un abrazo que a mí me llegó al alma”. Hoy, cuatro meses después, Anaykh sí tiene palabras para alabarla: “Mariapi es muy buena gente. Ahora, cuando estoy mal, tengo una persona a quien explicarle qué me pasa”. Hasta ahora no la tenía: “Cuando estoy mal quiero llamar a mi madre y contárselo, pero no puedo hacer eso. Siempre tengo que decirle que estoy feliz para que ella descanse”.

Es lo mismo que le ocurre a Kribaa. Habla con su madre todos los días, pero le cuenta “solo lo bueno”. Para lo demás tiene a San Martín. Su mentoría ya ha terminado, “pero no importa”, señala rápidamente ella. La relación está “consolidada” y eso es importantísimo para Kribaa, que sonríe tímidamente mientras San Martín cuenta la ilusión que le hizo que él le enviara hace poco una foto con la nota del último examen que ha hecho. Han evolucionado mucho desde aquel primer encuentro en el que la principal barrera fue el idioma: “La primera vez que conocí a Laura no hablaba español, solo decía sí, sí”, recuerda Kribaa. “Tuvimos que aprender a comunicarnos con el castellano que él sabía y tirando del traductor, así que al inicio lo nuestro fue menos hablar y más hacer actividades”, añade San Martín.
Desde ese primer encuentro hasta ahora han cambiado muchas cosas. Anaykh, por ejemplo, juega en un equipo de fútbol, va al gimnasio y a clases de teatro. También colabora con los comedores sociales, se chiva Nagore . “Hago voluntariado con Cruz Roja y con Apoyo Mutuo porque yo no tengo nada que hacer, así que mejor voy a ayudar a la gente que lo necesita”. Kribaa juega a fútbol sala en el equipo del Casco Viejo de Pamplona y eso le ha permitido “conocer gente buena” de su edad. Sonríe cuando confiesa que su equipo, en el que juega de defensa, “no gana”. No le importa, le sirve para “hablar y disfrutar”. San Martín también le ha ayudado, dice, a conocer Navarra: le ha llevado de excursión y le ha explicado “cosas de vascos”. Entre risas explica que han hablado de los momotxorros de Alsasua, unos personajes de Carnaval que son mitad humanos, mitad toros. Los bereberes marroquíes, cuenta, también se “disfrazan con pieles de animales”.
Establecer esta relación de acompañamiento entre dos personas de procedencias, culturas y edades distintas no siempre es sencillo. “A veces puedes correr el riesgo de madrear un poco”, plantea San Martín. No obstante, insiste Nagore , es algo “que se va trabajando día a día”. “Al principio puede dar un poco de miedo porque no sabes cómo vas a poder acompañar al chaval, pero es supergratificante y sacas mucho más de lo que das”. Es “una experiencia bidireccional”, recalca San Martín, y no solo para ellas, sino “para la sociedad”. “Es una oportunidad de que los conozcan, de que vean que son unos chicos estupendos”.
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